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El milagro de la Beatificación
de Don Orione
La historia de Jorge Passamonti
y de su milagro comienza silenciosamente con un malestar, que siente
a fines de Marzo de 1944; malestar al que el médico no le
acuerda ninguna importancia y que no impide a Jorge asistir algún
que otro día a clase.
Tiene 14 años, frecuenta el primer año del ciclo medio
superior de orientación científica, y no es ciertamente
de esos chicos a los que les gusta con exceso el estudio.
Con el pasar de los días, después de una aparente
mejoría, los síntomas se vuelven alarmantes. La fiebre
baja, y al malestar se añade una extraña rigidez muscular.
Aún no se diagnostica la enfermedad, pero cuando Jorge pierde
el reflejo de deglución y comienza a faltarle la vista, se
ve la necesidad de llevarlo al Hospital.
Entonces la madre, antes de que abandone la casa, pide que le administren
los últimos sacramentos. En el Hospital de Lodi, se improvisa
un lecho en una salita, depósito de muebles fuera de uso.
El Jueves Santo, 6 de Abril, la enfermedad del muchacho tiene ya
nombre; se trata de meningitis tuberculosa.
Los médicos se sienten impotentes y primero dejan entender
y luego declaran abiertamente, con suavidad y pesar, que no hay
nada que hacer. En 1944 aún no se conoce en Italia el uso
de los antibióticos. De meningitis se muere; y si alguno
sobrevive, quedará reducido a vida vegetativa, a causa de
los gravísimos handicaps que produce.
El 7 de Abril, Viernes Santo, aumentan los síntomas mortales.
Jorge está en coma, no llega a tragar ni una gota de agua.
Lo más que puede hacer su madre es humedecerle los labios
resecos.
Por la tarde pasa el Obispo Mons. Colchi Novati, y las hermanas
le piden una bendición especial para ese muchachito que se
está yendo. El obispo va al lecho y recita en alta voz las
oraciones para los moribundos.
“Al anochecer, narra la Sra. Passamonti, viene el director,
Dr. Pedrimoni, me dice que el muchacho no llegará a la mañana,
y me pregunta si tengo la ropa lista para vestirlo.
Jorge -continúa la Señora Passamonti-, estaba con
una bolsa de hielo en la cabeza. Yo que no sabía a que Santo
recurrir, había deslizado debajo de la bolsa una estampa
con la imagen de Don Orione. La había traído a casa
de una de mis hijas, que la había recibido a su vez de una
maestra.”
Hacía cuatro años que Don Orione había fallecido,
y la fama de sus virtudes cristianas estaba entonces muy viva. Se
trataba en todo caso de una devoción nueva, y puede ser que
la Sra. Passamonti pensara que un santo que hace poco que está
en el cielo tenga más milagros a disposición.
“Pero yo, continúa ella, no le pedía la gracia
de que me salvara a mi hijo. Me parecía pedir demasiado.
Le pedía solamente que durara unas horas más, para
que su padre, que estaba de viaje desde S. Remo, pudiera verlo aún
con vida.
El año anterior, cuando falleciera otro niño, su padre
no había llegado a tiempo para saludarlo. Y ahora este se
nos iba a ir..... Decía a Don Orione: ¿Qué
son para ti unas pocas horas? Tienes toda la eternidad a tu disposición.
Di al Señor que conserve con vida a Jorge hasta la mañana,
cuando llegue el tren con su padre”.
“Sería las dos de la mañana-agrega la Sra. Passamonti-
cuando Jorge de repente se sentó en la cama, y él,
que desde hacía días no hablaba, me dice: `Mamá,
mamá, ¡qué luz, qué luz!`. A lo que yo,
a mi vez le contesto: ´¿Pero dónde está
la luz, Jorge? Será la luz del Señor que viene a llevarte.
Quédate tranquilo. Reza por tu papá. Feliz de ti,
que te vas al cielo.
Tampoco yo me daba cuenta de lo que decía, porque estaba
convencida de que Jorge se nos estaba yendo de veras. Por el contrario,
acierto punto, él me dice: “Sabes, mamá, ya
no me muero más”. Se apoya en mi brazo y queda con
la mirada fija en un rincón de la pieza. Luego agrega: “Ahora,
duerme tú también”.
Imaginarse si yo estaba entonces con ganas de dormir. Pero él
seguía insistiendo para que durmiera. Entonces para complacerlo,
me envolví en una frazada, y fingí que me dormía
sentada en una silla.
Pero él no se dejaba engañar, quizá porque
intuía que tenía los ojos bien abiertos.
“Te dije que duermas, no finjas”
Luego sucedió que hubiera creído imposible. Me dormí
de veras, y cuando me desperté era ya el alba, y Jorge estaba
extendido con una calma que me hubiera parecido la de la muerte.
Y pensaba dentro de mí: ¡qué madre que soy!¡Dormir
mientras un hijo muere! Perdóname Jorge, no lo hice queriendo.
Pensé luego que debía comenzar a limpiar la pieza,
y fui a buscar una escoba. De vuelta, encontré a Jorge sentado
en la cama, embebiendo un pan negro con una taza de leche, y sin
darme tiempo a hablar, me dice:
“¿Mamá, no hay más pan? Este se acaba.
Tengo mucha hambre, me siento del todo vacío.” Corrí
entonces afuera a llamar a la hermana: Hermana, venga que mi hijo
está comiendo.
La religiosa pensaba que yo desvariaba a causa del gran dolor. Son
cosas que pasan. Pero cuando entró en la salita y vio ella
también que Jorge mojaba el pan en la leche, se apoyo en
la puerta como si se estuviera desmayando. No te muevas, que voy
a llamar al doctor.
¿Qué podía hacer el doctor? Venir, verificar
que la fiebre de 42 había bajado a 36, que los síntomas
de la meningitis habían desaparecido, para decir luego: “Señora,
no se haga ilusiones; quizás sea una mejora transitoria”.
“¡Pero que mejora transitoria! Exclama la Sra. Passamonti.
Por la tarde la noticia de la curación se había extendido
ya por toda la ciudad, y al día siguiente la pieza de Jorge
estaba llena de gente, compañeros de colegio y las respectivas
madres que le traían bizcochos, caramelos y miel. Y él
comía de todo, con gran disgusto del doctor, que decía:
“¡Qué gente sin cabeza! Queréis hacerlo
volver al estado de muerte.
Jorge insistió para dejar cuanto antes el hospital y volver
a clase.
Con el tiempo desapareció también el estrabismo y
no apareció ninguna de las secuelas más temidas. Más
aún, Jorge no solo no perdió el año, sino que
fue promovido con honor pudiendo continuar con los estudios hasta
graduarse de ingeniero.
En los años siguientes su caso fue examinado varias veces
por teólogos y médicos; se redactó un informe
clínico de 150 páginas; fueron interrogados los testigos,
y se confrontaron las deposiciones y datos.
La curación resultaba repentina y perfecta, como se exige
para un milagro. Cuando luego, la causa de beatificación
pasó a Roma, éste fue el caso elegido y estudiado
por los jueces.
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